Comentario
El triunfo bolchevique en Rusia fue consecuencia de la guerra mundial, nació casi como un movimiento de revuelta contra la guerra, en palabras del propio Halévy. En efecto, ya vimos que no obstante sus numerosos problemas económicos, sociales y políticos, Rusia no estaba en 1914 en una situación revolucionaria. Todo hace pensar que, de no haber mediado un acontecimiento tan determinante como la I Guerra Mundial, el régimen zarista no habría caído. Al menos, es obvio que cayó porque no pudo sobrevivir a más de dos años de derrotas militares ininterrumpidas y a sus gravísimas consecuencias: pérdida de Polonia, Lituania y gran parte de Ucrania, dos millones de soldados muertos, desmoralización de las tropas, desorganización total de los servicios auxiliares del ejército, desabastecimiento, hambre, inflación.
La "revolución de febrero" (2 de marzo de 1917, según el calendario ruso), que culminó con la caída de Nicolás II y la formación de un "gobierno provisional", fue una revolución popular, espontánea y prácticamente incruenta, provocada por las huelgas, movilizaciones y amotinamientos civiles y militares que -como quedó indicado- se produjeron a finales de aquel mes de febrero en la capital, Petrogrado. Fue una revolución con una dirección política plural y heterogénea, a cuyo frente se colocaron hombres (Lvov, Miliukov, Kerensky, Guchkov, Tereshenko, todos miembros del "gobierno provisional") de significación liberal, conservadora o socialista moderada, unidos por la idea de establecer en Rusia un régimen constitucional y democrático. Así, el programa que el "gobierno provisional" hizo público tras su formación incluía la amnistía para todos los presos políticos, el reconocimiento de los derechos de expresión, reunión y huelga, la disolución de la policía zarista y la abolición de todo tipo de privilegio o distinción en razón de religión o nacionalidad, y anunciaba la convocatoria de una asamblea constituyente por sufragio universal y elecciones democráticas para la formación de nuevos consejos municipales.
La "revolución de febrero" fue, sin embargo, un fracaso. En octubre de 1917, tras varios meses de progresiva radicalización del proceso revolucionario, el partido bolchevique -nacido en 1903 por una escisión del Partido Social-Demócrata Ruso- tomó el poder y "desvió" la revolución hacia la dictadura y el totalitarismo. La "revolución de febrero" no pudo, pues, estabilizar la política y crear un nuevo orden democrático. El "gobierno provisional" cayó en mayo. El primer "ministerio de coalición" que le reemplazó -presidido por el mismo inútil príncipe Lvov pero con Kerensky como hombre fuerte y con ministros mencheviques y social-revolucionarios- dimitió en julio. El segundo "gobierno de coalición", presidido por Kerensky y de mayoría socialista, cayó a fines de agosto; el tercero, también presidido por Kerensky, fue derribado por el golpe de estado bolchevique de 25 de octubre de 1917 (7 de noviembre, según el calendario occidental).
Dos circunstancias contribuyeron decisivamente al rápido agotamiento de las distintas soluciones -gobierno provisional, ministerios de coalición- ensayadas: la continuidad de Rusia en la guerra, y la situación de vacío de poder (mejor, de dualidad de poder gobierno-Soviets) en que el país vivió en todo aquel tiempo (febrero-octubre de 1917). Sin duda, la decisión del gobierno provisional y luego de Kerensky de continuar en la guerra decepcionó las expectativas populares, desacreditó al régimen de febrero y contribuyó decisivamente, por tanto, a impedir la estabilización de la revolución democrática. Pero los nuevos dirigentes rusos tuvieron razones de peso para obrar como lo hicieron. Miliukov, ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno provisional y líder del liberalismo ruso, creyó que la continuidad de su país en la guerra era obligada tras el reconocimiento del nuevo régimen por los principales países aliados, y necesaria para impedir el triunfo de Alemania y Austria-Hungría. Kerensky (1881-1970), ministro de la Guerra entre mayo y julio y jefe del gobierno entre julio y octubre, estuvo igualmente convencido de que la supervivencia de la democracia en Rusia dependía del Ejército y de que éste recobrara la moral y la disciplina. Al estilo de los girondinos en 1793, quiso convertir la guerra en una guerra nacional-democrática. Como ministro de la guerra, nombró comisarios del pueblo, recorrió los frentes galvanizando a los soldados con sus discursos y diseñó para la segunda mitad de junio una gran contra-ofensiva en el frente austríaco al mando del general Brusilov, el héroe de la gran ofensiva rusa de 1916.
Todos los hombres de la revolución de febrero pensaron, además, que los soldados y el pueblo rusos apoyarían una guerra que ya no se libraba en, nombre de un imperio autocrático y tradicional y de una Corte corrompida y distante, sino bajo la dirección de una democracia popular y revolucionaria. Ninguno estaba dispuesto a pagar el precio que sacar a Rusia de la guerra habría supuesto (y que fue el que pagaron los bolcheviques en marzo de 1918, tras la firma del durísimo tratado de Brest-Litovsk impuesto por Alemania): la renuncia a Polonia, Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania, Ucrania y otros territorios.
Fuese como fuese, continuar la guerra tuvo muy graves consecuencias políticas. Petrogrado y Moscú volvieron a ser escenario de manifestaciones y disturbios protagonizados por trabajadores y soldados tan pronto como el "gobierno provisional" hizo pública (el 12 de marzo) su decisión de continuar la guerra junto a los aliados y cumplir así todas las obligaciones internacionales contraídas por el régimen caído: las manifestaciones provocaron la dimisión de Miliukov y de otros ministros (4-5 de mayo) y la caída del gobierno provisional. Luego, como respuesta a la ofensiva de junio -que durante dos semanas progresó victoriosamente-, los bolcheviques desencadenaron, bajo los lemas "Abajo la guerra" y "Todo el poder para los Soviets", las llamadas "jornadas de julio" (los días 2,3 y 4 de ese mes), un verdadero ensayo de asalto insurreccional al poder: marineros de la base de Kronstadt, soldados de algunos regimientos de la capital, trabajadores de las factorías de ésta y guardias rojos (grupos armados del partido bolchevique), en total unos 30.000 hombres, protagonizaron manifestaciones, concentraciones y disturbios violentos en el centro de Petrogrado, de cara a la toma del poder por el Soviet. Aunque Kerensky pudo controlar la situación con el apoyo de fuerzas leales -los dirigentes bolcheviques fueron detenidos; Lenin huyó a Finlandia-, el deterioro de la situación era evidente. El fracaso de la ofensiva de junio, además, constituyó un grave revés para el gobierno.
Fue sintomático que el gobierno de julio, encabezado desde el día 11 por Kerensky, no se decidiera a procesar a los bolcheviques. De hecho, la falta de gobiernos fuertes y decididos, la situación de vacío de poder en que Rusia quedó desde febrero de 1917 fue, como se apuntó más arriba, tan determinante como la continuidad en la guerra en el proceso que llevó al triunfo de los bolcheviques en octubre. Las disposiciones del "gobierno provisional" -disolución de la policía y de los gobiernos civiles regionales- dejaron a la revolución de febrero sin el aparato coercitivo esencial a la gobernación del Estado. El retraso en la convocatoria de elecciones constituyentes y en la elección de nuevos consejos municipales desmanteló la administración. El vacío de poder propició la aparición de "soviets", asambleas de obreros y soldados más o menos espontáneas y más o menos representativas que ejercían de hecho el poder local. El Soviet de Petrogrado, dominado inicialmente por mencheviques y social-revolucionarios, se constituyó casi al mismo tiempo en que se formó el "gobierno provisional" y ejerció en todo momento como un poder alternativo a éste.
Los bolcheviques, y especialmente Lenin, que había regresado del exilio en abril de 1917 en el tren blindado que le facilitaron los alemanes, entendieron muy bien la potencialidad revolucionaria de aquella forma de contrapoder popular. Las tesis de abril en las que Lenin definió la política del partido y que incluían, entre otras reivindicaciones, la terminación inmediata de la guerra, apostaban precisamente por el reforzamiento del poder de los "soviets" y de la representación bolchevique dentro de ellos, como alternativa al gobierno provisional y a la futura representación parlamentaria del país. Los hechos le dieron la razón. En el I Congreso Pan-ruso de los Soviets, celebrado el 3 de junio, los bolcheviques eran minoría: tuvieron un total de 105 delegados, cifra muy inferior a las de los social-revolucionarios (285 delegados) y mencheviques (248). En el II Congreso, cuya convocatoria, 25 de octubre, los bolcheviques hicieron coincidir con el asalto al poder, ya eran mayoría: tenían 390 delegados de un total de 650, por 180 representantes social-revolucionarios y 80 mencheviques. Desde mediados de septiembre, los bolcheviques dominaban los "soviets" de Moscú y Petrogrado. Trotsky, que también había regresado del exilio tarde, en mayo, y que había sido encarcelado tras las "jornadas de julio", presidía el Soviet de Petrogrado desde el 25 de septiembre.
El ascenso de los bolcheviques se debió sin duda a la energía y determinación de Lenin y a su sentido para percibir la fragilidad de la situación salida de la revolución de febrero; y a la habilidad del partido y de sus principales dirigentes (Lenin, Trotsky, Stalin, Kamenev, Zinoviev y otros) para canalizar el descontento popular con un programa concretado en eslóganes simples y de extraordinaria eficacia: paz, tierra, pan y libertad. Pero la victoria de los bolcheviques distó mucho de ser inevitable. Un éxito, por ejemplo, en la ofensiva militar de junio -que durante bastantes días pareció posible- pudo haber cambiado el curso de los acontecimientos. Las mismas "jornadas de julio" fueron un desastre político para los bolcheviques; incluso el prestigio de Lenin, que en aquella ocasión mostró evidente confusionismo y falta palmaria de resolución, quedó claramente deteriorado. Además, Kerensky, un demócrata sincero, orador formidable aunque algo teatral, ambicioso, enérgico, pero errático y vacilante, pudo haber propiciado a partir de julio el giro termidoriano que la supervivencia del proceso democrático posiblemente exigía. Pareció, además, que estaba dispuesto a hacerlo sobre todo con el nombramiento (18 de julio) como comandante en jefe del ejército del general Kornilov (1870-1918), un militar rudo, obstinado, de gran valor y prestigio, que no había ocultado que deseaba el restablecimiento de la disciplina militar y la militarización de la industria y de la producción de cara al esfuerzo bélico y que creía preciso poner fin a la dualidad de poder gobierno-Soviet.
Pero la asociación Kerensky-Kornilov resultó, contra las expectativas iniciales, desastrosa. Más aún, la fulminante ruptura entre los dos hombres abrió el camino hacia la revolución de octubre. Esa ruptura fue consecuencia de una serie de incomprensiones y malentendidos. Kornilov quería, efectivamente, un gobierno fuerte -tal vez, llegado el caso, presidido por él mismo- y con ello la eliminación de los "soviets" y la represión de los bolcheviques. Pero su principal preocupación en agosto de 1917 no era política sino militar: evitar a toda costa la derrota total ante Alemania (los alemanes habían roto nuevamente las líneas rusas y amenazaban Riga y la propia Petrogrado). Kerensky, a la vista de ciertos movimientos de tropas ordenados por Kornilov, de determinados gestos políticos de éste y de la campaña en su favor de la prensa y los círculos de la derecha, creyó que el general preparaba un golpe de Estado al servicio de una contrarrevolución zarista. Hubiese o no conspiración, Kornilov fue cesado el 26 de agosto, intentó luego sin éxito alguno sublevar tropas y marchar sobre Petrogrado -donde el Soviet y los partidos de izquierda movilizaron a la población y comenzaron la organización de unidades paramilitares de resistencia-, y fue finalmente arrestado por el gobierno días después. Kerensky había perdido más de un mes, atenazado entre el temor al supuesto golpe militar y su voluntad de no antagonizar ni al Soviet de Petrogrado -que le había facilitado algunos de sus ministros- ni a social-revolucionarios y mencheviques, base política de la "democracia revolucionaria" que quería configurar.
El "affaire Kornilov" desacreditó totalmente a Kerensky, probó que el verdadero poder eran el Soviet y las masas, y provocó el reforzamiento de los bolcheviques. Lejos de procesarlos por su actuación en las jornadas de julio, el gobierno, presionado por el Soviet, excarceló a sus principales dirigentes (Kamenev, Trotsky, Kollontai, Antonov-Ovseenko, Lunacharsky y otros). Era lógico: los militantes de base del partido (unos 24.000 en marzo; cerca de 115.000 un año después) habían constituido el núcleo principal de las unidades y comités revolucionarios creados para combatir a Kornilov.
Kerensky, que el 9 de agosto había convocado elecciones a una Asamblea Constituyente para el 12 de noviembre, aún intentó, pese a todo, relanzar el proceso político. El 1 de septiembre, proclamó la República. El 27, reunió una Conferencia Democrática de unos 1.200 delegados de "soviets", sindicatos, ayuntamientos y partidos (excluida la derecha) para que debatiese la democracia revolucionaria. Pero todo era ya en vano. La debilidad del gobierno era evidente. La desintegración de la autoridad era casi absoluta. Ni en Petrogrado, ni en Moscú, ni en las grandes ciudades, ni en las capitales de provincias, ni en pueblos ni aldeas parecía existir poder público alguno. El auge de los nacionalismos era visible no ya sólo en Finlandia y en los países bálticos, sino también en Ucrania, Georgia e incluso entre los pueblos musulmanes de la Rusia asiática. La disciplina militar sencillamente no existía. Las deserciones se contaban por centenares de miles; los soldados ignoraban las órdenes de sus superiores, cuando no los deponían, arrestaban o fusilaban. Los trabajadores habían impuesto en fábricas y talleres una especie de poder obrero asambleario. Una suerte de anarquía revolucionaria espontánea se había extendido a lo largo del verano de 1917 por el campo ruso: los campesinos se apropiaron, ante la impotencia de las autoridades, de millones de hectáreas de tierra de propiedad bien comunal, bien privada.
En esas circunstancias, agravadas por el avance militar de los alemanes, la dirección del partido bolchevique optó por la organización de un movimiento insurreccional para la toma del poder. El 9 de octubre, el Soviet de Petrogrado -que, como se recordará, presidía Trotsky desde finales de septiembre- había acordado la creación de un Comité Militar-Revolucionario para la defensa de la ciudad frente a un posible ataque alemán: los bolcheviques lo controlaron desde el día 16. El día 10, por diez votos (los de Lenin, que había regresado clandestinamente de Finlandia, Trotsky, Sverdlov, Stalin, Uritzky, Sokolnikov, Dzerzhinsky, Kollontai, Lomov, Bubnov) contra dos (Kamenev, Zinoviev), el Comité Central del partido acordó ir de forma inmediata a la revolución. En días posteriores, se fijó la fecha (25 de octubre, para hacerla coincidir con el II Congreso de los Soviets de toda Rusia, a fin de que el Congreso, con mayoría bolchevique, aprobase y legitimase el golpe) y se nombró el comité encargado de organizar la insurrección. Trotsky, como presidente del Soviet de Petrogrado y de su Comité Militar Revolucionario, fue quien de hecho hizo la revolución: Podvoisky, Antonov-Ovseenko y Chudnovsky tuvieron un papel esencial en algunas de las operaciones.
La revolución de octubre no fue ni una revolución de obreros y campesinos, ni una revolución de masas. Fue la obra de una minoría: la Guardia Roja bolchevique, grupos de soldados y marineros de regimientos simpatizantes, un total de unos 10.000 hombres. Bajo la dirección del Comité Militar Revolucionario de la capital, esas unidades fueron ocupando desde la tarde del día 24 y en la noche del 24 al 25 de octubre, sin apenas encontrar resistencia y sin que casi se alterase la normalidad, los puntos clave de la capital: estaciones, gasómetro, puentes, centrales de teléfonos y telégrafos, depósitos de carbón, bancos, edificios oficiales. El Palacio de Invierno, sede del gobierno, fue ocupado, no asaltado, el día 25 por la tarde (7 de noviembre según el calendario occidental); Kerensky había huido por la mañana.
La revolución de octubre fue, pues, un golpe de Estado dado por un partido minoritario en una situación de vacío de poder y descomposición del Estado. Ni Kerensky ni sus colaboradores pudieron utilizar el Ejército, aunque lo intentaron. Había casi 150.000 soldados de guarnición en Petrogrado e importantes contingentes en los cercanos frentes del Báltico: pero la disciplina y la moral militares estaban literalmente rotas.
En la misma noche del 25 al 26 de octubre, Lenin se presentó ante el II Congreso de los Soviets. Anunció ya la formación de un nuevo gobierno, el "Consejo de los Comisarios del Pueblo", integrado exclusivamente por bolcheviques (Trotsky, como encargado de Asuntos Exteriores; Stalin, de Nacionalidades; Lunacharsky, de Cultura; Antonov-Ovseenko, de Guerra; Rykov, de Interior, etcétera). Lenin presentó también los dos primeros decretos del nuevo régimen: un "decreto de la paz" que anunciaba una "paz inmediata sin anexiones ni indemnizaciones, y un decreto de la tierra" que proclamaba la confiscación de todas las tierras privadas y su transferencia a soviets y comités agrarios de distrito para su distribución entre los campesinos. Tras la ocupación de Petrogrado, los bolcheviques procedieron a la toma del poder en toda Rusia, a través de los soviets locales. Encontraron resistencia en Moscú, donde tropas leales al gobierno combatieron a la revolución durante unos 15 días, con un balance de unos mil muertos; en Georgia y Ucrania predominaron grupos locales de carácter nacionalista.